sábado, 21 de noviembre de 2009

La degradación de Utte Rummenigge



La degradación de Utte Rummenigge - Roberto Fontanarrosa


Hamburgo, 1937. Un coche negro y pesado, bruñido como un escarabajo se desplaza en la noche por la zona portuaria. Llovizna. Al volante de la limousine se halla un chofer de aspecto severo e impecable librea. En el asiento de atrás va una dama. Es una mujer de increíble belleza pese a que ya no es joven. Puede tener unos cuarenta años, pero su rostro oval no registra mayores huellas del paso del tiempo. Un rictus amargo crispa sus labios carmesí. Sus ojos, sus profundos y hermosos ojos grises atisban inquietos por entre los visillos que ocultan el interior del coche a la vista de los transeúntes. Parece una vana medida de discreción, sin embargo. A esa hora de la noche, casi la una de la fría madrugada, no se ve a nadie por las callejuelas del puerto. Cada tanto, la dama debe apelar al pañuelo de fina seda que oprimen con angustia sus manos para enjugar el llanto. Llora. Llora bastante. No por eso deja de espiar al exterior, inquieta. ¿Quién es ella? ¿Qué buscan en el misterio de la noche sus bellos ojos?

La dama no es otra que Utte Rummenigge, esposa del científico Harold Schiller, respetado y famoso hombre de ciencia abocado, sin pausa ni descanso desde hace ya muchos años, al perfeccionamiento del gas de mostaza, el mortal veneno que había diezmado las trincheras en la primera guerra. Otra conflagración a nivel ecuménico puede estallar en cualquier momento. ¿Qué enigmático anhelo impulsa a Utte Rummenigge en esa loca búsqueda por el puerto de Hamburgo? Enfundada en su mórbido tapado de piel, la mujer no parece conocer el sosiego. De pronto, sus ojos detectan algo, habla brevemente a su chofer, éste detiene la lenta marcha del coche pero, de inmediato, recibe la orden de continuar.

Ahora ella da la impresión de caer presa del abatimiento. Solloza acongojada y sus finas uñas arañan el lustroso tapizado del asiento. Sin embargo se recompone y torna a su vigilancia. De repente, algo parece haber visto.

—Lothar —dice tan sólo, imperativa. El auto se detiene, con un quejido. Un quejido de algo, o de alguien, que ha estado a punto de atropellar.

Decidida, Utte Rummenigge abre la portezuela de la limousine, se arrebuja aún más en su abrigo y desciende del coche. Bajo el cono de luz amarillenta de los faros del auto yace un montón de trapos mugrientos y en desorden. Emanan una fetidez que sobrecoge a la mujer.

Contempla con curiosidad y repugnancia aquel bulto extraño, esperando, quizás, un rasgo vital, un movimiento. Pero, pronto, se desalienta y torna sobre sus pasos. En aquel preciso instante, de nuevo el quejido se deja oír en la desolación de la calle. Utte se arrodilla junto al irreconocible promontorio y logra ver, entre las telas nauseabundas, una mano.

—Lothar —ordena. El chofer baja del auto y, sin un gesto, levanta del suelo el guiñapo humano, desecho social que hiede a alcohol, cereal fermentado, orinas y excremento. Casi con desdén lo arroja dentro del coche, en el asiento trasero. Después, frotándose los guantes, vuelve a su puesto tras el volante. Utte, luego de mirar hacia todos lados como temerosa de haber sido descubierta, entra también en la limousine. Pero nadie ha advertido la rápida maniobra.

—Lothar —dice Utte. Y el coche emprende la marcha.

Hace ya más de dos horas que la limousine enhebra caprichosas vueltas por las callejas portuarias como procurando desconcertar a algún posible perseguidor. La misma Utte, de tanto en tanto, descorre la cortina de la luneta posterior para cerciorarse de no ser vigilada. Se la nota menos tensa, pero en su sugestivo rostro se ha aposentado ahora el inequívoco gesto de la repulsión. Observa ese despojo miserable que yace junto a ella en el asiento trasero y debe contener una arcada. Doblado sobre sí mismo, con la frente descansando sobre sus rodillas, el hombre, casi un anciano, apesta. Su aliento es el infernal hálito de quien ha comido desperdicios durante siglos, y el vaho que huye de esa boca prácticamente oculta por la barba, empaña los vidrios de la limousine. Por lo que alcanza a ver Utte, entre los pelos de la desgreñada barba hay restos de brea, algas marinas, sangre seca, algo parecido a una melaza y rastros de salchichón. El hombre respira dificultosamente exhalando una suerte de ronquido animal. Esto alarma a Utte.

—Lothar —pide. El chofer se vuelve hacia aquella escoria humana, la contempla y musita: "Está borracho".

Esto tranquiliza a Utte. Como confirmando la aseveración del chofer, el hombre levanta lentamente su cabeza, cubierta a medias por una gorra de cuero raída por el uso. No es tan viejo como parece, pero es imposible hacer una evaluación atinada de su edad. La vista de Utte se abisma, más que nada, en las lagañas que pueblan sus ojos y la mucosidad verdosa que mana de su nariz pegoteando el bigote tupido. Ahora, el hombre observa a Utte y una luz de esclarecimiento parece cruzar por sus pupilas acuosas. De pronto se inclina, tensa los músculos de su cuello y, cuando parece que va a decir algo, despide por el ano una ventosidad de un estruendo y un olor espantosos. Utte se cubre el rostro con ambas manos, como queriendo borrar de su memoria aquel gesto de inusual grosería. Cuando quita las manos de su cara hay en ella una expresión de resignada determinación. El oprobioso sonido de la ventosidad, similar al que produce la vela de un bajel al rasgarse ante el meteoro de la tempestad, ha despejado algo la mente del miserable. Procura, entonces, barbotear algunas palabras inquisidoras. Es notorio que su torturado cerebro intenta dilucidar las razones por las cuales él se halla a bordo de ese lujoso coche.

—¿Dónde estoy? —alcanza a decir, baboseándose— ¿Qué quieren de mí? Utte sólo lo mira, asqueada.

—¿Es que pretenden robarme? —insiste, apretando sus puños cubiertos de hollín sobre las deshilachadas solapas de su sacón. Tras el esfuerzo de pronunciar estas palabras, eructa y vuelve a caer su cabeza, como un títere al que le cortasen los hilos, sobre las rodillas.

—Lothar —dice Utte. Y Lothar asiente, sin una palabra.

La limousine se ha detenido en una sórdida calleja casi a oscuras. Sólo una luz, a media cuadra, ilumina con egoísmo un cartel de latón herrumbrado donde, con buena voluntad, puede leerse: "Hotel de las Tres Jirafas". Lo equívoco del nombre no parece arredrar a Lothar, quien entra con paso decidido en el ruinoso edificio. Poco después sale, comenta algo con su ama a través de la ventanilla del coche y, por último, abre la puerta trasera. Utte cruza en dos largos pasos la estrecha vereda y penetra en el hotel. Se ha cubierto la cabeza con un gorro de piel y sus ojos enrojecidos se ocultan tras un par de anteojos negros. Además, cubre casi por completo su rostro con el levantado cuello de su tapado. No puede evitar, pese a su actitud decidida, estremecerse ante la ruindad y sordidez del lugar. Tras ella, llega Lothar, cargando con el pordiosero. Debe sostenerlo trabajosamente ante el precario equilibrio del sujeto, que se muestra encorvado como un deforme.

Utte procura no prestar atención a la mujer que ha aparecido en el minúsculo vestíbulo que hace las veces de recepción. No es necesario su desdén, sin embargo. La dueña de aquel miserable alojamiento, una tan voluminosa como desagradable hamburguesa entrada en años, es ya inmune a todo tipo de asombros, desde aquel día de 1927, cuando el mismísimo Hindenburg, ataviado al uso nibelungo, le solicitara una cama para compartir con un pingüino antártico.

Utte sube las escaleras de madera que crujen escandalosamente. Lo propio hacen Lothar y el desconocido, no sin esfuerzo. Finalmente llegan a la habitación asignada. Es de una pobreza y una lobreguez que estruja el corazón. Lothar arroja al exánime sujeto sobre la cama y espera. Utte está apoyada contra una de las paredes empapeladas en rosa sucio. La luz es muy débil. Utte observa humedad en los tiznados pantalones del borracho. Se ha orinado. O lo que es peor, se está orinando. La mujer aprieta los labios y hace a su chofer un gesto con la cabeza. El chofer le extiende la llave de la habitación y se marcha cerrando con cuidado la puerta.

Han pasado ya casi quince minutos y Utte continúa apoyada en la pared. Las lágrimas resbalan por sus mejillas marmóreas. El borracho, tendido en forma cruzada sobre la estrecha cama, ronca con estruendo incalificable. Así, cuan largo es, los embarrados zapatones rústicos casi rozando el piso de madera opaca, no parece tan enjuto y encorvado. "Es más... —acuerda Utte—... es casi corpulento", conclusión que provoca en la mujer un estremecimiento de rechazo.

Utte parece decidirse. Lentamente, comienza a despojarse de las ropas. Se quita el tapado, el gorro de piel y arroja después el sedoso pañuelo que abrigaba su cuello pobre una silla. Luego, como en un ritual pagano, con lentitud casi exagerada, desabrocha su vestido y se lo saca. Después se desembaraza de la enagua y el corsé negro. Ante la evidencia de su próxima desnudez, el llanto vuelve a acosarla. Destruida, se sienta en la cama y solloza oprimiéndose el rostro. Pero, pronto se recompone. Se pone de pie y se acerca al desconocido.

Lo sacude, primero delicadamente, luego con fiereza, por los hombros, hasta comprender que es inútil su esfuerzo. Utte ve, entonces, sobre la misma silla sobre la que había arrojado su pañuelo de seda, una jarra de cuarteada loza. Contiene algo verdoso, móvil, similar a un líquido. Utte arroja aquello sobre la cara del miserable. Este salta en la cama como tocado por un rayo. Farfulla e insulta torpemente, asustado y luego se queda observando la maravillosa imagen de la mujer en ropa íntima que, a su vez, lo contempla. El olor que despide el vagabundo retrotrae la memoria de Utte al desgraciado día en que había rescatado, a duras penas, su perro Gottlieb, que se había caído en una letrina de la Prenzlauer Strasse.

El hombre continúa con sus ojos clavados en Utte, jadeando. Al parecer, por fin, lúcido.

Utte, despaciosa, torna a sentarse a los pies de la cama.

—¿Cuál es su nombre? —pregunta al desdichado. Este, tarda una eternidad en contestar. Da la impresión de que las órdenes emitidas por su obnubilado cerebro se demoran siglos en encontrar el camino hacia las cuerdas vocales.

—¿Mi nombre? —dice, al fin— Oh... ¡Cristo!... Utte se cubre los ojos con ambas manos.

—¡Oh no! ¡Oh no! —gime —¡Esto es demasiado! ¡Parece un castigo más del Destino! ¡Es un símbolo cruel que la Vida pone frente a mí para agobiarme aun más! ¡Ese nombre suena tan... tan... tan eucarístico, tan litúrgico! —ahora clava su mirada en el sujeto— ¡Hubiese preferido que se llamase de cualquier otra forma, "Pedro" quizás, o bien "José", o "Judas Iscariote", "Atila", “Palas Atenea” incluso... ¡Pero no...! —frenética, Utte retoma al llanto. El miserable extiende una de sus manos hacia ella. Una mano enorme, áspera y terrosa como un tubérculo recién extraído.

—No, señora —tranquiliza.— Usted ha entendido mal. Mi nombre es...

—¿Cuál es su nombre? —exige, tonante, Utte.

—Mi nombre es soledad...

—¿Soledad? —ahora, la cara de Utte, su hermosa cara, adquiere una expresión confusa. ¿Pudo haber estado tan ciega? ¿Pudieron haber estado, tanto ella como Lothar, tan confundidos y asustados como para no reconocer bajo esos astrosos atuendos varoniles, las formas de una mujer? ¿Era posible que, bajo aquella barba enmarañada, se ocultasen los rasgos femeninos de una dama?

—Soledad... angustia... —continúa con voz cascada el hombre—... desesperación tal

vez. Nervios. Y algo de frío. Está destemplado aquí.

—Yo sé que usted se preguntará... —comienza, de repente, Utte—... el porqué de todo esto. De haberlo subido a mi coche, de haberlo traído a este hotelucho de estar ahora, acá, juntos, sin casi conocernos.

El hombre, cruzando las manos entre sus muslos, realiza un gesto inclinando la cabeza que puede interpretarse como de asentimiento. Utte se pone de pie, gira en torno a la cama y crispa sus puños sobre el respaldar de la silla.

—O quizás... —se contradice— a usted no le interese... lo que voy a contarle. Es posible que usted piense que está, tan sólo, frente a una pobre loca, a una mujer a quien las privaciones de la gran guerra convirtieron en una demente, en una posesa.

El desconocido hace otro vaivén con su cabeza, posible de entenderse como negación, interés o sueño.

—Pero creo que si usted es el hombre elegido... —continúa Utte, mirando fijamente al piso, como en una letanía—... elegido no ya por mí, elegido por el Destino mismo, debe conocer las razones que me han empujado, fatalmente, a este arrebato... a este... acceso de venganza, o vergüenza... Ya no sé.

Utte bordea la silla hasta sentarse en ella.

—Amberes, 1916...—sitúa—... me caso con el eminente hombre de ciencia Harold Schiller. Un buen hombre. Educado, bondadoso, responsable. El hombre perfecto que toda madre quiere para su hija. Harold ya no era muy joven, pero lo mismo me atraían de él su solidez, su calma y, esencialmente, su genio. De todos modos —Utte sonríe, con amargura— todo me sale mal. Comenzó a reprocharme ciertas cosas. Él siempre fue algo distante conmigo, siempre enfrascado en sus fórmulas químicas, en sus probetas. Pero, sí, fue exigente. Gustaba de volver a casa y hallar el baño preparado, las camisas planchadas y la cena lista. Cuando encontraba todo a su gusto era justo y cordial, incluso a veces, me dirigía la palabra. Pero, comenzó a martirizarme con mi falta de habilidad culinaria. A decirme que no sabía ni freír un huevo, ni amasar un Apfelstrudel, ni hornear un sencillo "kranz". Y la verdad, lo admito, es que tenía razón. Yo había sido criada para desposarme con alguien de fortuna. Y el pobre Harold tenía prestigio, pero poco dinero. No podía darse el lujo de pagar una cocinera para la casa. Me aconsejó, me exigió casi, que tomase un curso de cocina. Algo rápido, básico. Yo me anoté en uno, pero nunca tuve aplicación en los estudios. No hacía mis deberes y olvidaba con facilidad asombrosa las recetas más pueriles, como la de los panecillos de cebolla, que yo suponía que se hacían con espárragos. Fallé mis exámenes finales, pero para ocultar esto a los ojos severos de mi esposo, decidí preparar una cena consagratoria con mis propias manos. La mañana del día siguiente a tal cena fue espantosa y no se borrará de mi memoria mientras viva. Mi esposo fue atacado por una enfermedad eruptiva que lo mantuvo en cama, hinchado como un monstruo, durante dos meses. Mi hijo más grande perdió el sentido del oído, y con éste, el sentido del equilibrio, y hoy rebota por las calles girando como una peonza, sin saber quién es, sin saber qué hacer y lo que es peor, sin saber siquiera qué es una peonza. Su mujer murió. Mi hija menor perdió totalmente el pelo y hoy usa permanentemente una prótesis muy similar a un sombrero, que incluye frutas de plástico y hasta una garza disecada. A mí se me inflamó un ganglio en una axila, pero eso fue todo.

Utte calla por un momento, transpira y sus manos se retuercen la una a la otra.

—Todo me sale mal —susurra.— Mi desidia destruyó una familia. Cuando se recuperó, Harold no me dijo nada. Pero desde ese momento fue más frío y lejano que nunca conmigo. Y un mes atrás, me dijo que iríamos al teatro. Ofrecían "Parsifal" por el grupo de danzas del Cuarto Regimiento Aerotransportado de Stuttgart. Llegamos tarde al teatro y sólo quedaban entradas separadas. Desde ese día nunca más volvimos a estar juntos. Sé que ahora vive con una de sus jóvenes asistentes, una renana que le cocina los gases de mostaza como a él le gustan.

Utte aspira hondo un par de veces, conteniendo las lágrimas.

—Decidí entonces...—continúa—... que era indigna de esta vida. Dios me había dado lo suficiente para ser feliz. Un hogar bien constituido, un esposo afable, hijos maravillosos y por mi necedad, por mi impericia, lo había destruido todo, todo, todo. Decidí castigarme. Castigarme con la degradación más grande en la que puede caer mujer alguna. Decidí castigarme con algo que me hiciera maldecir mi piel por siempre jamás, que me hiciera blasfemar cada vez que rozara mi cuerpo con mis manos y vomitar de asco las veces en que recordara lo sucedido. Eso decidí.

El miserable parece haber comprendido. Se pone de pie, en tanto Utte, incorporándose, procede a desprenderse el corpiño. El hombre, trabajosamente, se quita el sacón. Utte, pudorosa, opta por meterse bajo las rotosas y manchadas colchas. Cuando vuelve sus ojos hacia el pordiosero, algo le hiela la sangre en las venas: en la mano derecha de éste reluce una navaja.

—¡Qué hace con eso...! —se espanta, cubriéndose instintivamente hasta el mentón con la frazada. El hombre la mira con ojos de locura. "Y... ¿por qué no?" piensa, entonces, Utte, dentro del pánico que le atenaza el pecho. "¿Por qué no, la posibilidad de toparme con un loco asesino, borracho demencial como tantos otros que andan por las callejas de mala muerte y abundan en las noticias de policía?". ¿Por qué no podía ser ese desconocido, a quien ella había recogido de la calle, un sádico criminal más dispuesto a cortarla en pedazos como una res que a colaborar con el cumplimiento del castigo autoestipulado? ¿No sería ése el verdadero castigo, el real castigo, el castigo divino que la Justicia superior había elegido para ella en lugar de tan sólo el oprobio, la repugnancia, la degradación sexual más despreciable e inmunda?

—¡Corta! —ordena, en un grito de horror Utte, cerrando los ojos, ofreciendo su mejilla y su cuello esbelto al filo del arma — ¡Corta de una buena vez!

—Es que no puedo —escucha balbucear al miserable. Abre sus ojos, entonces. El hombre está procurando cortar el cinto que sostiene, precariamente, sus pantalones—

Encontré este trozo de cuero, lo ceñí a mi cintura... —explica—... mediante un nudo. Pero la lluvia mojó el cuero y se ha...— no termina de redondear la frase. Bufa, intentando tronchar el improvisado cinto. El esfuerzo lo hace despedir una pedorrea prolongada. Utte oculta la cabeza entre las sábanas que huelen a humores agrios. Cuando vuelve a asomar la cabeza el miserable sostiene trabajosamente sus pantalones, tiene aún la navaja entre las manos y tose como atacado por una afección tropical. Una flema espesa le invade la garganta. Con los ojos enrojecidos, escupe una mucosidad efervescente que queda latiendo sobre el piso como un batracio. En un rapto de pudor busca los ojos de Utte y dice "Perdón, voy a pasar al baño”.

Utte aprieta los dientes y luego concede: "Lo espero".

Estira la mano derecha y apaga la luz. Sólo impregna la habitación un hálito amarillento, reflejo del cartel del albergue, sobre la calle. Allí, en la semipenumbra, Utte escucha sordos ruidos provenientes del mínimo baño, pequeño como una ermita. Oye carraspeos, salivazos, arcadas y toses frenéticas. Una lágrima resbala por la sien izquierda de la mujer, quien mantiene los ojos cerrados. Luego oye el crujido de la puerta del baño al abrirse, el chirriar del elástico de la cama al recibir un peso considerable, el respirar agitado del miserable. Finalmente, algo inmenso e insoportable se deposita sobre su cuerpo trémulo y desnudo.

Es la mañana siguiente. Temprano aún. Delgados y débiles rayos de sol intentan penetrar en la sordidez del cuarto por entre las estrías e irregularidades del vidrio de la ventana.

Utte se ha despertado. Siente un dolor que le recorre los músculos de su cuerpo, huele un tufo vergonzante a sexo en el aire enrarecido de la habitación y experimenta una vaga sensación de plenitud.

Lentamente, comienza a recobrar su raciocinio. Una bocanada de llanto le ataca entonces. Lo ha hecho. Lo ha cometido. Ha transpuesto las puertas mismas de la degradación.

Mira el techo ruinoso con fijeza enfermiza. No quiere observar al cuerpo pesado que hunde, a su lado, el colchón de la cama.

Pero comprende que no puede quedarse ni un solo segundo más allí. No puede prolongar gratuitamente su escarnio, su calvario. Cuando procura levantarse advierte, casi con pánico, que un brazo de su ocasional acompañante la ciñe por sobre el vientre, impidiéndole el movimiento. Con cuidado, casi con repugnancia, toma ese brazo por la muñeca y comienza a apartarlo. Es cuando Utte fija su vista en el hombre. Emite un grito de sorpresa y se incorpora entre las desordenadas sábanas, intenta taparse con ellas, cubrir su desnudez.

El alarido de Utte ha despertado al hombre, que, ahora, la mira sorprendido también.

—¿Quién es usted? —los bellos ojos de Utte se agrandan en la requisitoria.

A su lado reposa un sujeto de no más de 25 años, fuerte y musculoso como un atleta, de piel bronceada y tersa, ojos celestes algo alarmados y sin rastros de barba o larga cabellera.

—Señora... —balbucea el muchacho, atribulado.— Por favor...

—¿Quién es usted? —insiste Utte, al borde del colapso nervioso. —¿Por dónde entró?

¿Dónde está el miserable que se hallaba conmigo anoche?

—Soy yo. Yo soy aquel hombre —replica el joven con voz serena y firme. Utte lo contempla con ojos de incredulidad, pasea su vista por los anchos hombros del joven, por la línea recta y pura de su nariz, por el dibujo grácil de su mentón varonil.

—Cuando fui al baño —comienza a relatar el muchacho —tras cortar mi cinturón de cuero con la navaja, lavé mi rostro y se disipó la borrachera.

Advertí, entonces, lo desagradable de mi aspecto. Me bañé aprisa, hasta quitar todo rastro de suciedad o impureza. Luego, aprovechando la navaja que aún portaba en mi mano, me rasuré con cuidado, para cortar luego mi cabello, que me asqueaba por lo grasoso y prolongado. Eso es todo, señora... señora...

—Utte. Utte —asesora ella, en un susurro. No logra salir de su asombro.

—Señora Utte.

—Pero... pero... —intenta explicarse Utte.— ¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible?

¿Cómo es posible entender que...?

—Se lo he contado, señora.

Utte niega con la cabeza.

—Entiendo —dice—. Puedo comprender su transformación física. El hecho casi increíble que una persona, mediante el antiguo recurso del aseo, se transforme al punto de convertir a una piltrafa humana detestable en un caballero pulcro y atildado. ¡Pero... es que ha variado usted, incluso, su actitud, sus modales!. Le juro que no puedo reconocer a aquel energúmeno que, anoche, frente a mis ojos y oídos perpetró hechos de una bajeza y una grosería imperdonables.

—Lo siento, señora —baja la vista, avergonzado, el muchacho—. Es que me sentía muy solo. Era la primera vez que me hallaba abandonado, lejos de mi familia. Despojado del cariño de los míos, en la antítesis de mi verdadera vida. Y... no sé... tal vez "no quiero concebir la antítesis como antítesis", según dijera Nietzsche refiriéndose a Wagner.

La sorpresa dilata todavía más los ojos de Utte.

—Su vocabulario —señala— no es propio de un estibador.

—No soy estibador, señora. Soy poeta.

—¿Poeta?

—Poeta.

Desde que comenzara la conversación, la mano ancha y generosa del joven reposa casi en la entrepierna de Utte. Ella la toma entre las suyas y, palpando hacia el codo reconoce los músculos turgentes, las venas indómitas que otorgan singular relieve al brazo del muchacho.

—No tienes tampoco... —se extraña Utte— el clásico aspecto de los poetas. No veo en ti al intelectual asmático y frágil, de espalda encorvada y ojos gastados por la lectura.

—¡Es que amo la naturaleza! —el rostro del joven se ilumina al punto.— Escribo, sí, Utte, pero no olvido la maravilla de mi cuerpo. ¿Has leído a Walt Whitman? Cultivo mi físico, entonces. Corro todos los días 46 kilómetros por la campiña de Bernau, practico esgrima, equitación y hasta boxeo. ¡El alma es importante, Utte, pero también lo es el cuerpo, el envoltorio carnal!

—Eso que dices... —se retrae Utte—... me recuerda ciertas frases muy en boga ahora.

Ideas sobre la raza aria, la raza superior, el hombre...

—¡No! —interrumpe el muchacho—. No te equivoques. Es por todas esas ideas que me hallaste así, sucio, borracho, tirado como una bolsa de desperdicios en el medio de la calle.

Utte lo observa con curiosidad creciente.

—¿Quién eres? —reclama—. Dime, de una buena vez, quién eres.

—Soy Andreas Krupp, el famoso poeta.

La breve mano, la fina mano de Utte se retira veloz, del muslo del joven y cubre la boca abierta por la sorpresa.

—¡Andreas Krupp, el poeta multimillonario! —recuerda.

—El mismo —ahora el joven oprime, nerviosamente, un pliegue de las sábanas entre sus puños.— Una guerra está próxima a estallar, Utte. Ya no hay posibilidades de detenerla.

Hitler está decidido a todo. No hay nadie que no lo sepa en mi familia. Me lo han dicho. Y me han permitido que me vaya.

—Que te vayas... ¿adónde?

—Que me vaya del país. Saben que soy patriota como el que más, pero que mi condición de poeta, de humanista, me impediría alistarme en el ejército, atentar contra la vida de mis semejantes. Matar, en suma.

Utte, conmovida, acaricia el sedoso cabello del muchacho.

—Es por eso que arreglaron todo para que yo me embarcase en un buque de bandera

liberiana, esta misma noche —continúa. —Pero para tal fin, debí disfrazarme de pordiosero, ocultar mis rasgos tras una barba que dejé crecer durante meses, como así también mi cabello.

Sabes bien que no es simple dejar el país a los jóvenes que pueden servir bajo bandera.

—Perdón... —duda Utte. —¿Por qué te emborrachaste? ¿Por qué esa enajenación alcohólica, ese estado lamentable en que te hallabas anoche? ¿Era acaso, necesario? —en las palabras de Utte hay algo de enojo o reconvención.

—Debes comprenderme, Utte —intenta aclarar Andreas. —Son emociones muy fuertes para mí. La idea de alejarme del país, por momentos me fascina y por momentos me apena. La certidumbre de que no volveré a ver a mi familia por algún tiempo me...

—Y... ¿Por qué no parten ellos también?

—No pueden. Las acerías Krupp no pueden detener su trabajo. Se incrementará, te imaginas, cuando comience la guerra. Además, me atrapó la excitación de verme rodeado de gente distinta, Utte. De comer en una miserable taberna del puerto junto a estibadores, rufianes y prostitutas. No olvides que soy un poeta, Utte, y estaba descubriendo un mundo de gente nueva tan diferente a mis amistades del Círculo Hípico. Influyó, asimismo, la impresión que me causó comer, por primera vez, un leberkäse de Baviera de este grosor. Una sensación increíble, cálida primero, de real ardor luego, un infierno después, acá, en la boca del estómago. Eso me llevó a beber, a beber como un desesperado para apagar ese fuego. Por otra parte, Lida faltó a la cita.

—¿Quién es Lida?

Andreas baja la cabeza.

—Lida era mi novia —dice.— O una amistad, tal vez. Una simpatía.

—¿Por qué hablas así, conjugando el verbo en pasado?

—Porque al no venir anoche —el tono del muchacho se hace duro y cortante— para mí ha muerto. No existe más en mi vida.

Utte acepta el silencio que, de repente, corta la explicación.

—En un primer momento —prosigue, sin embargo, Andreas —aceptó irse conmigo.

Concedió, incluso afrontar el riesgo de escapar casi subrepticiamente en el barco de bandera liberiana.

—Es una muchacha valiente.

—Nada de eso, Utte. Hay cierto riesgo, lo acepto. Pero mis padres tienen mucho dinero, mucho más de lo que tú puedas llegar a imaginar. Han pagado a guardias, a marineros, a policías, a jerarcas de las Waffen SS para que simulen no ver nada de lo que pudiesen llegar a ver. Si yo me disfrazo y finjo es para que el hecho no sea tan grosero, tan evidente. Pero no existe riesgo alguno.

—¿Qué hizo desistir a tu novia, entonces?

—Me envió, ayer, con un oficial submarinista, un mensaje donde decía que se negaba a acompañarme. Que no resistiría viajar a un país donde viven negros. Está fanatizada por la propaganda de Goebbels.

Andreas vuelve a quedar en silencio, como apesadumbrado. Utte prosigue acariciándole el cabello, blanco de tan rubio.

—Mira... —dice de improviso Andreas, saltando de la cama y dirigiéndose hacia el baño.

Utte se sobresalta con la rapidez de la acción y ante la vista del cuerpo ágil y desnudo del muchacho abandonando la cama. Comprueba que mide casi un metro noventa y los músculos dorsales son fuertes como cables de acero.— Mira... —lo escucha decir desde el baño—... ya tenía los dos pasajes, el mío y el de ella. El de Lida —y no hay cariño cuando pronuncia este nombre.

—¿Cómo... pasajes? —duda Utte.— ¿No viajaban como polizontes?

—Ni soñar —Andreas se arroja de nuevo sobre la cama, que cruje—. Se trata de un barco de carga, pero con ocho hermosos camarotes, lujosos y amplios como las mejores habitaciones de mi casa. Allí íbamos a viajar. ¿Qué haré ahora con el de ella? —Y Andreas retiene ambos pasajes contra su tórax cubierto de fino y casi invisible bello rubio. —¿Qué haré también con el dinero que ya han girado mis padres? ¿Habrá allá lugares donde gastarlo?

—¿Adónde... —la garganta de Utte se reseca un tanto—... adónde viajas?

—A Samoa, una isla perdida en el Pacífico. Un paraíso, según las fotos que me han mostrado.

Utte se queda observando al muchacho. Este, de pronto, levanta la vista y clava en ella sus ojos de celeste intenso.

—Utte —le dice.— Ven conmigo. Ven conmigo. La de anoche, fue la mejor noche que he pasado en mi vida.

—Andreas... por favor —se mesa los cabellos, Utte.— No sé...

—Acompáñame. Abandonemos este país que pronto será asolado por los demonios de la guerra. Ayúdame a gastar la fortuna que me espera en Samoa. Colabora a que el camarote del buque de bandera liberiana no me resulte amplio y desolado. Nunca he querido a ninguna mujer tanto como a ti. Toma, acéptame este pasaje que despreció la frivolidad de Lida.

—No sé... no sé... —se cubre el rostro con las manos, Utte.— Tú sabes lo que ha sido mi vida. Te he contado mi secreto.

—¿Tu secreto? —sonríe, incrédulo, Andreas, que aún prosigue alargando el pasaje vacante hacia Utte.— ¿Dices que tú me has contado algo? Ayer la borrachera me impidió oír o registrar cualquier cosa, mi amada. Recién anoche, cuando te poseí, naciste a mi vida. Toma, toma, acepta este pasaje.

Un gesto, tal vez amargo, frunce la boca de Utte. Contempla, con una mano todavía oprimiendo su frente, el pasaje que Andreas oscila bajo sus ojos.

—Escribiré un poema para ti, mi amada —insiste el joven.

Utte, finalmente, toma el pasaje y lo aprieta contra su seno izquierdo con ambas manos. Menea levemente la cabeza.

—Todo me sale mal —musita. Y guarda el pasaje en su cartera, que descansa sobre la silla, junto a la cama.

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